Cuarenta y dos días
Fue la noche del once de enero, apenas pasada la última media hora del día. Cristian Vega recibió un rechazo desde la izquierda, a metros de la puerta del área y casi en el mismo instante sacó un disparo alto que nunca modificó su trayectoria hasta que se encontró con la red que envolvía el ángulo derecho del arco que defendía Mariano Andujar.
Corría el minuto 93’ del último partido de la Copa Diego Armando Maradona, el inédito campeonato con el que intentaron homenajear al jugador más importante de todos los tiempos. Durante la celebración de los jugadores de Central Córdoba de Santiago del Estero coexiste una reacción desmedida del capitán y arquero de Estudiantes, un reclamo al árbitro vehemente, confuso, sobre una supuesta falta que ningún otro compañero reclamaba y que nadie nunca pudo advertir. No era el gol de Vega lo que molestaba a Andujar: era la certeza –cruel socia de la impotencia- de saber que ese gol, el de una nueva y humillante derrota, representaba el último clavo, el cierre de un ataúd en el que el equipo albirrojo sepultó la peor campaña de su historia.
No busque el lector el desguace de semejante sentencia en el análisis frío de la estadística: los números –malos, muy- nunca podrán reflejar el alcance de la crisis que padecieron Estudiantes y sus hinchas. Fue mucho más que otro proyecto ambicioso frustrado: fue la caída desde un pico muy alto, lleno de emociones, que comenzó con el triunfo en un clásico, marcó un regreso a casa deseado durante tres lustros e incluyó la ilusión de incorporaciones de profundo valor emotivo y contratada relevancia internacional.
Vale la pena un justo repaso para entender el sabor de una derrota que se coció también fuera de la cancha: Estudiantes ganó cuatro partidos consecutivos entre octubre y noviembre de 2019 (Central Córdoba, Rosario Central, Gimnasia y Talleres) antes de un doble regreso a su estadio de Uno, primero en un fin de semana de celebración y más tarde, con la vuelta de la actividad oficial en un empate 1–1 ante Atlético Tucumán. En el medio, el presidente Juan Sebastián Verón viajó a China y transformó en realidad una incorporación de alto impacto: Javier Mascherano, hombre récord de la Selección Argentina, se sumaba al proyecto que encabezaba Gabriel Milito.
Fueron días felices. A la solidaria presentación del Jefecito en el club –unas 14 mil personas se acercaron al Hirschi con siete mil juguetes para repartir durante la Navidad- se sumó primero un nuevo modelo de indumentaria que generó furor entre los hinchas y luego la novela por un posible regreso de Marcos Rojo que tuvo finalmente el desenlace esperado.
La tarde del 1° de febrero de 2020 fue, quizá, la última alegría que recibieron los hinchas en un 2020 para el olvido: la solidaria presentación del defensor del Manchester United contó con la presencia de La Nueva Luna; la Fundación del club “recaudó” bolsas y bolsas de útiles escolares y el equipo obtuvo una primera victoria sólida en su nuevo estadio, 3–1 sobre Unión.
Fue la última. La caída desde allí, infinita.
Un puñado de días después, un lunes de lluvia torrencial, Gastón Fernández pateaba –y erraba- su último penal como futbolista profesional. Minutos después Defensa y Justicia, con goles de Pizzini y Botta, abrió un derrotero que ni siquiera terminó el once de enero pasado: incluyó en primera medida la lesión (y despedida) de Marcos Rojo, una eliminación de Copa Argentina ante un rival dos categorías inferior con final de ciclo incluido (debilitado además por dos derrotas consecutivas de local, Milito presentó la renuncia), la confirmación de Leandro Desábato como entrenador de la Primera, una pandemia que puso el mundo el pausa y el retiro del propio Fernández.
La perspectiva no mejoró tampoco en el segundo semestre: con un plantel renovado (se fueron la Gata, Retegui, Sánchez, Schunke, Rojo, Estevez, Fuentes y Rosales, entre otros) pero con una idea sin demasiado sustento, el equipo se hundió más y más en el desconcierto y en noviembre, cuando el fútbol profesional se desangraba, Javier Mascherano dio un portazo que se sintió como un golpe de nocaut. El barco que había diseñado Verón y que había zarpado exactamente un año antes en Wuhan había ido a parar -sin salvavidas- al fondo del mar.
Las fiestas –diametralmente opuestas en el ánimo al brindis del 2019- tampoco sirvieron como pausa para el creciente desgaste de los hinchas: meses sin gritar un gol, la peor racha sin triunfos de la historia, una previsible salida de Desábato que terminó en cortocircuito con la dirigencia que, además, debió pilotear a la vez un deseo de despedida de Andujar, capitán, referente y única figura.
Así, ya con Zielinski como pequeña lamparita al final de un túnel oscuro intenso, se llegó a la noche del once de enero. Pasaron desde entonces 42 días y en el medio quedaron capítulos largos y tristes de una nueva novela veraniega con Marcos Rojo que, en oposición al último ratito pre-pandémico, terminó con más sal sobre la herida de los Pinchas.
¿Qué cambió con la llegada del Ruso?
A priori, pareciera que los jugadores respiran otro aire, viciado con menos pretensiones. Estudiantes ya no recuerda una ingeniería de producción en serie de pases previsibles ni un paciente eterno redescubriendo sus traumas sobre el diván: existe ahora una noción del peligro y de los propios límites que hicieron del equipo de Zielinski uno menos permeable a los errores caseros y más despiadado con los que comete el de enfrente
Al renovado compromiso le sumó además experiencia y altura: Noguera, que venía de un año de minutos a cuentagotas, es un baluarte en las dos áreas. El Corcho Rodríguez, una inversión a todas luces riesgosa, resultó la clave posicional para que a Estudiantes ya no lo encuentren desordenado cuando no tiene la pelota.
A ellos se sumó el regreso del uruguayo Castro. Eléctrico, atolondrado, de corazón siempre caliente y a veces visión opaca; resume como un emblema este Estudiantes de Zielinski: inquieto, terrenal, concentrado e hincha pelotas.
Arriba no varió demasiado. Leandro Díaz le sumó un gol a su habitual enjundia y Federico González un desgaste generoso para terceros pero perjudicial para él. Mauro Díaz es un poco más que una variante para el segundo tiempo, como antes fuera Sarmiento y ahora Sánchez Miño.
¿Para qué le alcanza a este nuevo Estudiantes, 42 días después del epílogo de la peor crisis de la última década? Por ahora, para ganar dos partidos seguidos, para que la pelota entre y, River al margen, convertir en espectador a Andujar. Parece poco, pero el lector no se imagina lo que fue padecer el 2020.
No hay repaso que simplifique lo triste que fue estar ahí.